(Liliana Bodoc – Del libro “Ondinas”)
Tener dos médicos en casa no es tan bueno como
puede parecer. Padre especializado en vías respiratorias
y madre oncóloga pueden impedirte ser feliz.
Un estornudo, y el tipo deja los cubiertos en la
mesa y me mira con cara de Facultad de Medicina.
Aunque intenta aguantarse, al rato nomás se me tira
encima. Y lo peor de todo… ¡hace como si estuviéramos
jugando a la luchita para auscultarme los pulmones!
Madre oncóloga significa que está pendiente de los
lunares que tengo en la espalda. Hasta le puso nombre
a los más grandes, Junio y Lucero, y les habla para
mantenerlos a raya.
La cuestión se agrava si, además, sos hijo único;
porque entonces sos paciente único.
Muy de tanto en tanto, les tocaba hacer guardia la
misma noche. Pero eso no era mejor para mí porque,
desde luego, no me dejaban solo. Venía a cuidarme la
hermana mayor de mi mamá, que tenía un hijo de mi
edad. A propósito de eso, mi tía siempre decía lo mismo.
Que ya habían “cerrado la fábrica”, que cuando
empezó con náuseas creía que era un ataque al hígado.
Y cerraba con “Mirá lo que resultó… Ya tiene trece
años el ataque al hígado”.
¿Qué le causaba tanta risa? Yo bajaba los ojos para
no odiarla.
Hijo único más hijo menor de mamá grande puede
ser una mala junta. Y esa noche lo fue.
Ni mi primo ni yo quisimos hacer tanto daño, hacer
tanta muerte. Porque la muerte también se hace.
***
Mi tía y mi primo llegaron puntualmente. Mi viejo
me acarició la cabeza. Mi mamá me dio un beso con
ruido. ¿Por qué no me advirtieron? ¿Por qué no me dijeron
“Ni se te ocurra subir a la terraza”?
Se fueron sin decir nada de eso. Y en cierto modo
era razonable, porque a nadie se le ocurriría subir a la
terraza una noche helada de julio. Caía agua nieve y el
cielo colgaba como un telón desvencijado.
Mi tía se sentó a ver televisión. Nosotros, como
siempre, nos fuimos a mi dormitorio.
¿Por qué la tecnología no fue suficiente? ¿Por qué
no nos conformamos con la crueldad que posibilitan
las pantallas? ¿Por qué quisimos ser malos al aire libre?
—¿Vamos a la terraza?
—Dale.
Pregunta y respuesta que desencadenaron la peor
cosa que me pasó en la vida.
Era fácil ir a la terraza sin que la tía lo notara, porque
pasábamos de la cocina al patiecito donde estaba la
escalera. Apenas salimos al patio, nuestras respiraciones
se condensaron en un humo blanco que, desgraciadamente,
no nos hizo señales.
Los que suben a una terraza van de inmediato hasta
el borde. De hecho, lo único que importa de una
terraza son los límites que la separan del vacío. Dueños
de una noche helada, así nos sentimos. Y eso, en
vez de hacernos actuar como adolescentes, nos retrocedió
a la infancia.
—Mirá quién está ahí —dije.
Era Gallo Negro, el linyera del barrio.
—Y está meando el árbol.
Gallo Negro era para nosotros, invierno y verano,
un hombre muy delgado, de mediana estatura, cubierto
desde la cabeza con una manta negra. Solamente emergía
una enorme nariz ganchuda y unos mechones de
cabello rojo: pico y cresta. El apodo le venía desde antes
de que yo naciera.
Como era parte del barrio, algunas vecinas le daban
algo de comer en bandejitas de rotisería. En esas ocasiones,
él sacaba una mano por entre su manta negra, y
agradecía con una inclinación de cabeza.
Ahora Gallo Negro estaba allí, frente a mi casa,
meando el árbol de la vereda angosta del pasaje. De
espaldas a nosotros.
—¿Y si le tiramos un baldazo?
Ahí debería haber hecho Dios un milagro, mandar
un ángel que nos detuviera a tiempo. Pero no recibimos
esa divina oportunidad.
Ni siquiera hizo falta el asentimiento de mi primo.
La manguera y el balde con los que mi vieja limpiaba el
piso de la terraza estaban en un rincón. Llenamos tanto
el balde que tuvimos que cargarlo entre los dos.
—Apurate que se va a ir. —Reconozco que eso lo
dije yo.
Gallo Negro seguía allí. Ya no meaba, claro. Pero seguía
de espaldas a nosotros. Juro que no pensé en la intemperie,
juro que no se me ocurrió que Gallo Negro no tenía
toallas ni ropa seca para cambiarse. Entre los dos alzamos
el balde para apoyarlo en la baranda.
—Dejame a mí.
Y fui yo el autor del hecho. Yo derramé el baldazo de
agua fría, en plena noche de invierno, sobre el linyera y
su miseria infinita. Nunca supe si levantó la cabeza,
porque nosotros ya estábamos agachados y huyendo en
cuatro patas. Recién nos enderezamos en la escalera.
Bajamos corriendo y nos metimos en la habitación.
—¿Y si toca el timbre?
—Que toque… La tía no le va a creer.
—Ajá —dijo mi primo.
Pero nadie tocó el timbre. Y nosotros nos portamos
bien el resto del tiempo. Demasiado bien, como hacen
los culpables.
***
A la mañana siguiente, cuando me levanté, mi tía
y mi primo se habían ido. Era sábado, y me puse contento.
En la cocina, mis viejos tomaban mate, comían facturas
y hablaban como siempre lo hacían: con una pasión
que me resultaba exagerada.
—¿Cómo puede haber gente así? —decía mi vieja.
—Buen día —interrumpí.
—Buen día, mi amor. Ya te hago té con leche.
Me senté a la mesa, cubierta con un mantel que tenía
estampadas calabazas, rodajas de sandía y uvas. Mi
mamá sacaba la leche. Recuerdo todo a la perfección,
detalladamente. Su brazo derecho sostenía la puerta de
la heladera, su brazo izquierdo avanzaba hacia el interior
frío para sacar de allí un porta sachet de color violeta.
Ella, mi mamá, tenía puesta una bata rosada.
—¡Hay que ser basura! —murmuró mi viejo.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—Gallo Negro… Lo llevaron esta madrugada al
hospital. Le echaron agua y pasó la noche empapado.
¡Hay que ser basura! Esas palabras crecieron conmigo
y me transformaron en lo que soy.
—Pero nadie se muere por eso —supliqué.
Mamá me respondió parada al lado de la cocina,
donde esperaba que la leche no hirviera:
—Un balde de agua helada no te mata a vos, ni a
mí. Pero si puede matar a un hombre desnutrido, que se
durmió mojado y a la intemperie.
—¿Pero quién pudo hacer algo así? —Mi viejo seguía
empecinado en trazar el perfil psicológico de la bestia que
había mojado a Gallo Negro. Y yo pensé en mí.
—¿Dijo algo? —pregunté.
—Dijo que lo habían mojado desde un techo. Dijo
que fueron dos ángeles. Pobre, deliraba de fiebre.
Yo encogí las piernas y me abracé a ellas.
—Vos lo vas a curar, ¿no, papá?
Mi viejo creyó que eso era un acto de amor y confianza.
—Voy a hacer todo lo posible —sonrió.
***
Pasé casi todo el sábado en mi habitación. Para colmo,
seguía lloviznando nieve.
Pasé el domingo con miedo. Y no quise salir a la calle.
En una esquina me esperaba la cárcel; en la otra, el
infierno.
Llegó el lunes. Nunca había esperado con tanta ansiedad
que mi viejo volviera del hospital.
—¿Cómo está Gallo Negro?
Mi papá debe haberse sentido orgulloso de mi sensibilidad
social.
—Buenas noticias. Mejoró.
Yo me alivié. Me juré ser una buena persona minuto
a minuto.
El martes y el miércoles fueron los mejores días de
mi vida. Pero el jueves, a la hora de la cena:
—Empeoró —dijo mi viejo.
El viernes, sin embargo, el parte médico cambió.
—Parece que los nuevos antibióticos están resultando.
Mi mamá hizo algún comentario escéptico, mencionó
que los resultados de los análisis generales y del chequeo
no eran nada buenos. Pero yo preferí escuchar el
optimismo de mi viejo.
—Papá, ¿quién inventó los antibióticos?
—Fleming.
Lo pregunté para saber a quién debía agradecerle
en silencio.
Lástima, para el resto de mi vida, que el lunes todo
se oscureciera.
—No creo que Gallo Negro pase la noche. Lo vamos
a extrañar.
Mi viejo se equivocó en lo de no pasar la noche.
Gallo Negro murió el miércoles. Llovía de nuevo.
Hay muchas maneras de saberse culpable. La mía
es una rata.
Mis viejos eran médicos de un hospital público, estaban
acostumbrados a ver morir gente. Pero esta vez
también se les había muerto una leyenda.
—Pobre —dijo mi papá para cerrar el tema.
—Pobre según se mire.
El comentario de mi mamá me puso en estado de
alerta. Era obvio que mi viejo sabía a lo que ella se
refería. Entonces fui yo quien debió preguntar.
—¿Por qué según se mire?
—Tenía un cáncer terminal. No iba a vivir mucho.
Intenté consolarme con eso, pero no hubo forma.
Que Gallo Negro se fuera a morir pronto no significaba
nada. La rata seguía royendo mi corazón.
Nunca pude hablar con mis padres. No tanto por
mí sino por ellos. Iban a sufrir, no iban a saber qué
hacer con sus manos.
Mi primo y yo dejamos de ser amigos, y tampoco
hablamos del tema.
Por mi parte, hice todo lo que pude. Eso que algunos
llaman locura y otros, vocación. Ahora tengo cuarenta
años y el corazón deshilachado.
***
—Doc, vaya a dormir un rato.
Ofelia es una enfermera que trabajó con mis padres,
y me cuida en su nombre.
—No hace falta.
—Se va a enfermar.
—Estoy bien, Ofelia.
Pero la querida enfermera insiste.
—Deje que trabajen los pibes que están haciendo la
residencia. El que llegó es un hombre de la calle que ya
está más muerto que vivo.
Miro a Ofelia como si me mirara a mí mismo.
—Por eso mismo —contesto.
Otra noche de mal dormir es lo mejor que puede
pasarme. Un día y otro y otro. Así, tal vez, Gallo Negro
pueda perdonarme.